Héctor Germán Basanta, o Germán a secas para sus conocidos, hablaba por teléfono con un primo hace un tiempo atrás, una charla inconsecuente, cosas sueltas, nada importante.“Bueno, te corto che, que mi vieja me llama a mí y a mi mujer para ir a comer, un abrazo”, dijo Héctor, y cortó, para sentarse a comer.
Héctor se había mudado de vuelta hacía poco menos de dos años a la casa de su mamá en Labardén, un pueblo de poco menos de mil personas en el partido bonaerense de General Guido, a 300 kilómetros de Capital Federal, luego de la muerte de su padre, que también se llamaba Héctor. “Tenía una enfermedad crónica, algo de la sangre”, dice un familiar.
Su mamá, Alicia Noemí Enriquez, “Pocha”, de 70 años de edad, se había queda sola; la hermana de su mamá, su tía, murió poco después que su padre. Así que Héctor decidió volver.
Labardén es principalmente un pueblo ganadero. Héctor, de 48 años, se dedicaba precisamente a eso, le cuidaba la hacienda a un pariente en un campo en Ayacucho. Allíconoció a una joven unos 23 años más joven que él, llamada Belén, sordomuda, con la que tuvo un bebé en 2017. Con el tiempo, Belén también trabajó como puestera en el campo.
La gente de Labardén, un pueblo literalmente chico, no es de andar armada, dicen los vecinos, pero muchos tienen alguna pistola, alguna escopeta, viejas lechuceras que se usan para tirarle a las liebres en el campo abierto, o a las comadrejas o zorrinos golosos de gallinas que asaltan los gallineros. Por lo general, no se usan para tirarle a otra persona.
El domingo pasado por la madrugada, Belén llegó aterrada con su bebé en brazos a la salita sanitaria de su barrio. Tenía la cabeza llena de sangre, una herida. Belén es sordomuda, pero de a poco, se hizo entender. Pidió ayuda, que vayan a su casa.
Explicó que su suegra le había disparado, que le había tirado también a su marido en la cabeza para matarlo, que luego “Pocha” se disparó a ella misma, una bala en la cabeza también, mientras ella se encerraba en su cuarto para intentar evitarla. Abrió la persiana de su cuarto como pudo tras escuchar el disparo y corrió.
Cuando el fiscal de turno Diego Torres de la UFI Nº3 de Dolores llegó a la casa de Alicia y Basanta en la calle Rivadavia -prolija, limpia, sumamente ordenada-, el cadáver de la mujer fue lo primero que encontró: estaba en el patio trasero, con un revolver Rubí calibre 32 a su lado. El cuerpo de Basanta estaba en su habitación, en la cama.
El cuarto de Alicia no estaba revuelto, se veía pulcro, todo en su lugar. Había una vieja escopeta en el cajón, con carga de un solo tiro. Alicia, si es que fue la tiradora, no desperdició municiones. Torres contó tres vainas servidas en la escena. Los plomos en los cuerpos, reveló la autopsia hecha en la morgue judicial de Maipú, correspondían al revolver.
“¿Viste tu vieja, viste tu abuela?”, dice un familiar, “bueno, la ‘Pocha’ era así, maternal”. Enriquez era una jubilada nada fuera de lo común: cobraba su jubilación y pensión en el Banco Provincia, pasaba tiempo en Facebook, tenía un perro al que mimaba. Pero la muerte de su marido y de su hermana, dicen cerca de ella, la empujaron a un espiral. Había perdido peso tiempo antes de morir, mucho. “Había entrado en una depresión muy fuerte“, dice el familiar.
¿Hay un móvil, una explicación para el crimen? Fuentes cercanas a los Basanta y a la investigación coinciden en lo mismo: dinero, discusiones que comenzaban a apilarse. El foco del problema sería la división de bienes tras la muerte de Héctor padre, con un campo en el centro de la polémica.
Belén, por lo pronto, está estable y contenida por psicólogas en un hospital marplatense. Deberá declarar como testigo en pocos días. Hasta ahora el fiscal Torres le cree, no tiene motivos para imputarla o sospechar de ella. La Justicia de Dolores buscará un intérprete de lenguaje de señas.