Desde su entrada al Hogar Narciso Laprida en 1984 hasta su reciente jubilación de La Casa de Abrigo Ayacucho, la ayacuchense Ana Bibbo ha sido mucho más que una cuidadora. Con 39 años de entrega inquebrantable al servicio de la niñez y la adolescencia, Ana ha dejado una marca imborrable en la vida de innumerables jóvenes.
En una emotiva entrevista, Ana compartió con nosotros sus vivencias y experiencias a lo largo de su trayectoria. “Comencé a trabajar en el Hogar Narciso Laprida, situado en Alem 871, el 7 de noviembre de 1984. Por suerte, había cumplido 25 años justo un mes antes, requisito indispensable en aquel entonces para formar parte del equipo. Recuerdo que éramos un grupo de 15 personas seleccionadas tras un exhaustivo proceso de selección, que incluyó pruebas psicológicas y entrevistas. Desde el primer momento, me sumergí en un mundo desconocido pero lleno de oportunidades para ayudar y acompañar a quienes más lo necesitaban”, cuenta Ana Bibbo, con nostalgia en su voz.
El Hogar albergaba a 120 chicas, la mayoría con patologías psiquiátricas, de entre 7 y 23 años. Bajo la dirección de Blanca Di Iorio, quien dejó una huella indeleble en Ana y sus compañeras. “Desempeñó un papel fundamental en nuestra formación. Aunque su estilo a veces era muy exigente, aprendimos inmensamente de ella. Nos inculcó el valor del respeto, especialmente hacia el horario de entrada, y fomentó el compañerismo entre nosotros. Su influencia fue invaluable, y cada experiencia bajo su guía contribuyó a nuestro crecimiento personal y profesional”.
Ana Bibbo, con una de las internas del Hogar Narciso Laprida.
Con el pasar de los años, Ana se convirtió en un pilar fundamental en la vida de muchas jóvenes. “Trabajar allí nunca fue solo un trabajo, fue como estar en casa. Antes la rutina era diferente, solo podían bañarse dos veces por semana, al ser tanta cantidad de jóvenes no alcanzaban hacerlo todos los días y a menudo me veía involucrada en pequeñas complicidades y en especial en las adolescentes para permitirles más días de higiene. Cada interacción, cada gesto, trascendía el simple cumplimiento de un deber; era una conexión profunda, una complicidad compartida que creaba un lazo especial entre nosotras”, confiesa Ana con emoción.
Trabajar en ese lugar era como formar parte de una gran familia. “Recuerdo vívidamente a cada persona que hacía posible nuestro día a día: desde la señora del lavadero, la que manejaba la cocina y el comedor, hasta las serenas que velaban durante la noche. Había una red de apoyo increíble, con la encargada de la ropería, la psicóloga, la directora, la vice directora, la enfermera y el médico. Los sábados, recibían las chicas la visita especial del capellán desde Tandil, con su distintiva sotana marrón. En octubre, las chicas celebraban con grandes fiestas la comunión o la confirmación”
“Recuerdo llevarlas a la escuela en días lluviosos, cuando no teníamos transporte disponible. Nos las arreglábamos con capas y botas de goma para protegernos. La mayoría de las chicas asistían a la Escuela 501, aunque algunas también iban a la Escuela Nacional y a la Nº 4. Además de sus estudios regulares, participaban en actividades extras como música, cerámica y otras”, comparte Ana.
Las anécdotas abundan en la memoria de Ana, como la vez que llevó a una niña a pasar Navidad con su familia, “Tendría en ese momento la chiquita 12 o 13 años. Llevó un bolso con ropa y sábanas nuevas, y hasta una caja con alimentos para la semana. Al llegar a su humilde hogar, me conmovió ver que no tenían una cama para ella, solo un colchón roto. A pesar de las carencias materiales, la niña estaba radiante de felicidad al estar con su familia: su papá, su tía y un primo. Aunque en el hogar recibía atención médica, ropa nueva y buena comida, para ella, la verdadera riqueza estaba en el amor y la compañía de su familia”.
“En mayo o junio, recuerdo una conmovedora anécdota que involucra a dos niñas, de unos 11 o 12 años, que compartían una profunda amistad en el hogar. Sin embargo, en un momento dado, una de las niñas fue trasladada a otro hogar o se marchó con su familia, Sin embargo, varios meses después, en octubre, durante mi cumpleaños, la niña que se quedó me entregó un sobre con un dibujo y palabras de la otra niña. Este gesto me conmovió profundamente, ya que demostraba un vínculo afectivo que trascendía el tiempo y la distancia. Y de la otra niña a pesar de su corta edad, demostró una madurez emocional notable al guardar esa carta para mí durante tanto tiempo. Para mi fue muy importante son esas cosas las que realmente perduran en la memoria”, relata Ana
El tiempo pasó, y con él, llegaron nuevas directoras al Hogar Narciso Laprida, Marta Terugi y Norma Bigot, quien fue la última directora. Actualmente, no hay nombramientos en ese sentido. “Y con respecto a mis compañeras con quienes compartí tantas horas y a quienes considero una verdadera familia en la actualidad. Son compañeras que me han dejado una marca profunda y con quienes hemos trabajado codo a codo, a la par, durante mucho tiempo”
El cambio llegó con la apertura de nuevos hogares, como La Casa de Abrigo Ayacucho, al trasladarnos a la calle Saenz Peña al 1300, donde la dinámica y la población se transformaron. Ahora atendemos a niños y niñas desde recién nacidos hasta jóvenes de 18 años. “Aunque, mi pasión siempre fueron las chicas con patologías, pero aprendí a adaptarme a las nuevas realidades”, reflexiona Ana.
“Decidí jubilarme después de 39 años de servicio, cuando sentí que había cumplido un ciclo en mi trabajo. Aunque podría haber continuado, descubrí una nueva pasión en la natación y los encuentros acuáticos. Cierro esta etapa con los mejores recuerdos y la certeza de que siempre llevaré conmigo el cariño y la gratitud de quienes tuve el privilegio de acompañar durante tantos años”.
Hoy, Ana mira hacia atrás con gratitud y cariño por todos los momentos compartidos. “Siempre me voy a acordar de ellos, de cada risa, de cada lágrima. Fueron mi familia”, concluye Ana, dejando un legado de amor y dedicación que perdurará por siempre.