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El asesinato de Omar Carrasco: una trama de espías y arrepentidos que cumple 25 años

Sebastiana Barrera de Carrasco habla con la voz suave pero firme de siempre, la misma con la cual hace 25 años le exigió al entonces todopoderoso general Martín Balza: “quiero verle la cara a los asesinos de mi hijo”. Ahora sonríe con dulzura ante la presencia de “Río Negro” y se excusa: “me hace mal recordar esas cosas, discúlpeme. Mejor que hable él”.

Él es Francisco, su marido, quien tampoco ha perdido firmeza ni convicciones. “No estamos conformes con la respuesta que nos dio la justicia. La gente que fue condenada (por el homicidio) ya está en libertad y nosotros a nuestro hijo no lo recuperamos nunca más”, dice a este diario.

Los Carrasco tienen su casa en el barrio Nuevo de Neuquén. Nunca se sintieron cómodos con la vida pública a la que se vieron forzados por un hecho atroz. Rara vez atienden el timbre y sólo reciben visitas de familiares muy cercanos. Apenas salen para hacer compras indispensables o para cumplir con sus deberes religiosos. Tienen 70 años y los aquejan algunas enfermedades. Francisco ya no conduce un taxi pero quienes lo conocen dicen que se niega a dejar el volante de su automóvil.

Ahora, a 25 años del crimen de Omar, Francisco mezcla en sus palabras un dejo de bronca con dosis de resignación. “No tuvimos una buena respuesta, pero qué más podemos hacer. Esperamos que no se repita lo que ha pasado. Nos tenemos que conformar, no nos queda otra cosa”.

Francisco Carrasco: “Tiene que haber más responsables”. (Foto: Yamil Regules)
Le brota el descontento cuando afirma: “No estamos conformes con la respuesta que nos dio la justicia. La gente que fue condenada ya está en libertad, y nosotros a nuestro hijo no lo recuperamos nunca más”. O cuando recuerda que “tiene que haber más responsables, pero con el segundo tramo (de la causa, en alusión a la investigación del encubrimiento) no pasó absolutamente nada”. Y vuelve la resignación: “lamentablemente es así, qué le vamos a hacer”.

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En la corta entrevista no menciona nunca a Omar por su nombre, pero lo cita en presente: “es el único hijo varón que tenemos, está siempre presente en nuestros pensamientos y nuestro corazón”.

Retrocedamos 25 años.

No se inventaron aún los celulares con cámara ni las aplicaciones que dejan registro de las conversaciones, pero ya existen causas judiciales intoxicadas por operaciones de inteligencia, siembra de pistas falsas, aprietes de testigos, amenazas de detenciones para lograr que alguien hable o calle, escuchas telefónicas, y las confesiones sorpresivas y sorprendentes de parte de personajes grises que, de pronto, se convierten en protagonistas estrella y destraban casos en el momento menos esperado. Todo sostenido por una trama de encubrimiento maloliente en la que se mezclan actas fraguadas, firmas adulteradas, peritajes dudosos, mentiras y engaños de variado calibre.

La madrugada del jueves 3 de marzo de 1994 Omar Carrasco está ajeno a ese mundo oscuro. Se viste con lentitud sin prestar atención al amanecer que se arrastra lento por su cuarto. Lo acechan otras preocupaciones: cumplió 20 años el 5 de enero y dejará su Cutral Co natal, a sus padres, sus hermanas, sus precarios trabajos de ayudante de albañil y repartidor de pollos congelados. Tiene que viajar 78 kilómetros al oeste, hasta Zapala, para cumplir con el Servicio Militar, que es obligatorio para una tanda de jóvenes que salen sorteados cada año según la terminación de su número de documento, como le pasó a él.

La despedida es austera. Omar se sube al Ford Falcon en el asiento del acompañante, su padre toma el volante y enfila hacia Zapala. Le preocupa el estado de ánimo de su único hijo varón. Hace un mes que apenas sale de la casa. Está deprimido por la citación a la colimba. En un intento por levantarle el ánimo, sin tutearlo le sugiere que “capaz que el Ejército le gusta y sigue la carrera militar”. Omar sonríe, pero no está de buen humor: es esa mueca que se le forma en los labios cuando se pone nervioso.

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Francisco conduce en silencio. Piensa en el futuro laboral del joven porque ya se sienten en Cutral Co los efectos de la privatización de YPF, concretada en 1992. La crisis económica empieza a morder en los hogares y se está cocinando el estallido que ocurrirá en 1996 y que instalará en el escenario político a nuevos actores: los piqueteros.

La partida de nacimiento de Omar. Era clase 1974, en Zapala lo anotaron como 1975.
Apenas cruza la arcada que decora la entrada al Grupo de Artillería 161 de Zapala, Omar se convierte en el soldado Carrasco. El burócrata que llena la planilla anota mal sus datos: para el Ejército, nació en 1975, mide 1,63 (aunque otros documentos dicen 1,70), pesa 57 kilos y su índice de Pignet es 20, al límite de lo aceptable. Ese mismo día podrían haberle dado la baja.

Pero el soldado Carrasco es declarado apto, forma fila a un costado del grupo principal, junto con los que profesan la fe evangélica, y recibe el primer reproche por esa mueca parecida a una sonrisa que se le forma en los labios cuando se pone nervioso.

Si ese es el comienzo, lo que sigue es peor. Le enseñan a desarmar y armar un fusil; por los nervios, por torpeza, por todo junto, las piezas se le caen. El soldado Carrasco empieza a conocer la lógica de los castigos: si uno se equivoca, paga el grupo. Una de las formas de pagar es el “baile” (correr, saltar, arrojarse al suelo o ejecutar, atención al asombroso apelativo, “movimientos vivos”).

Rio Negro.

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